"Pertenecer"
John Karmegan vino a mí en Vellore, India, como paciente de lepra, en un avanzado estado de la enfermedad. Poco pudimos hacer por él quirúrgicamente, puesto que ambos pies y manos ya estaban dañados irreparablemente. Sin embargo, pudimos ofrecerle un lugar donde estar y empleo en el Centro Nueva Vida.
Debido a una parálisis facial lateral, John no podía sonreir normalmente. Cuando lo intentaba, la distorción irregular de sus facciones llamaba la atención hacia su parálisis. Con frecuencia la gente perdía el aliento o hacía un gesto de temor, así que él aprendió a no sonreir. Margarita, mi esposa, le había cosido parcialmente los párpados para protegerle la vista, así que John se volvió cada vez más paranoico acerca de lo que otros pudieran pensar de él.
Causaba terribles problemas sociales, quizá como reacción a su apariencia mutilada. Expresaba su ira hacia el mundo actuando como un pendenciero, y recuerdo muchas escenas tensas en que teníamos que confrontarlo con alguna evidencia de robo o deshonestidad. Trataba cruelmente a los otros pacientes y se revelaba contra cualquier autoridad, llegando a organizar huelgas de hambre contra nosotros. En opinión de casi todo el mundo, era imposible rehabilitarlo.
Quizá fue precisamente la imposibilidad de redimirse lo que atrajo a mi madre hacia él, pues a menudo se aferraba a los menos deseables especímenes de la humanidad. Se dedicó a John, pasaba ratos con él, y al final lo condujo a la fe cristiana. Fue bautizado en un tanque de cemento en los terrenos del leprosorio.
Sin embargo, la conversión no aplacó la inquina de John contra el mundo. Se hizo de amigos entre los otros pacientes, pero una vida de maltrato y rechazo lo habían amargado permanentemente contra todos los que no fueran pacientes. Un día, casi desafiante me preguntó que pasaría si él visitara la iglesia tamil local en Vellore.
Fui a ver a los líderes de la iglesia, describí a John, y les aseguré que a pesar de las obvias deformidades, él había entrado en una fase inofensiva de la enfermedad ya detenida y no pondría en peligro a la congregación. Ellos estuvieron de acuerdo en que podía visitarlos. -¿Puede tomar la comunión? -les pregunté, sabiendo que usaban una copa común. Se miraron unos a otros, lo pensaron por un momento, y estuvieron de acuerdo en que él también podía tomar la comunión.
Poco después llevé a John a la iglesia, que se reunía en un edificio corriente de ladrillos enjalbegados con techo de hierro corrugado. Fué un momento de tensión para él. Aquellos de nosotros que observábamos desde afuera, a duras penas podíamos imaginar el trauma y la paranoia que hay dentro de un paciente de lepra que intenta por primera vez entrar en ese contexto.
Me quedé con él de pie en la parte de atrás de la iglesia. Su rostro paralizado no reflejaba emoción, pero un temblor revelaba su tormenta interior. Yo oraba en silencio para que ningún miembro de la iglesia dejara ver el menor signo de rechazo.
Al entrar, durante el primer himno, un hombre indio sentado hacia en fondo de la iglesia se volteó y nos miró. Debemos haber sido una pareja muy rara: un blanco, de pie, junto a un paciente de lepra con parches en su piel en desorden extravagante. Contuve el aliento.
Entonces sucedió. El hombre bajó su himnario, sonrió ampliamente y dio palmaditas en la silla junto a él, invitando a John a reunírsele. John no pudo haber quedado más estupefacto. Vacilante, dio medios pasitos hacia la fila y tomó asiento. Yo elevé una oración de agradecimiento.
Ese preciso incidente resultó ser el momento crucial de la vida de John. Años más tarde estuve en Vellore y visité una fábrica que había sido preparada para emplear minusválidos. El administrador quiso mostrarme una maquinaria que producía diminutos tornillos para repuestos de máquinas de escribir. Mientras atravesábamos la ruidosa planta, me gritó que me presentaría a un empleado estrella, un hombre que acababa de ganar el premio nacional de toda la India, que otorgaba la casa matriz al trabajo de mejor calidad con menos piezas deshechadas.
Al llegar a su puesto de trabajo, el empleado se volvió para recibirnos y pude ver la inconfundible cara torcida de John Karmegan. Se limpió la grasa de su mano mutilada y sonrió con la más fea, amable y radiante sonrisa que jamás haya visto. Me mostró un puñado de los diminutos tornillos de precisión que le habían valido el premio, para que los examinara.
Un simple gesto de aceptación puede no parecer mucho, pero para John Karmegan fue decisivo. Después de toda una vida de ser juzgado por su misma apariencia física, al fin lo acogieron basados en otra Apariencia. Acababa de ver una repetición de la propia reconciliación de Cristo. Su Espíritu había estimulado al Cuerpo en la tierra a adoptar un nuevo miembro, y al fin John había sabido que pertenecía a ese cuerpo que lo había adoptado.
Debido a una parálisis facial lateral, John no podía sonreir normalmente. Cuando lo intentaba, la distorción irregular de sus facciones llamaba la atención hacia su parálisis. Con frecuencia la gente perdía el aliento o hacía un gesto de temor, así que él aprendió a no sonreir. Margarita, mi esposa, le había cosido parcialmente los párpados para protegerle la vista, así que John se volvió cada vez más paranoico acerca de lo que otros pudieran pensar de él.
Causaba terribles problemas sociales, quizá como reacción a su apariencia mutilada. Expresaba su ira hacia el mundo actuando como un pendenciero, y recuerdo muchas escenas tensas en que teníamos que confrontarlo con alguna evidencia de robo o deshonestidad. Trataba cruelmente a los otros pacientes y se revelaba contra cualquier autoridad, llegando a organizar huelgas de hambre contra nosotros. En opinión de casi todo el mundo, era imposible rehabilitarlo.
Quizá fue precisamente la imposibilidad de redimirse lo que atrajo a mi madre hacia él, pues a menudo se aferraba a los menos deseables especímenes de la humanidad. Se dedicó a John, pasaba ratos con él, y al final lo condujo a la fe cristiana. Fue bautizado en un tanque de cemento en los terrenos del leprosorio.
Sin embargo, la conversión no aplacó la inquina de John contra el mundo. Se hizo de amigos entre los otros pacientes, pero una vida de maltrato y rechazo lo habían amargado permanentemente contra todos los que no fueran pacientes. Un día, casi desafiante me preguntó que pasaría si él visitara la iglesia tamil local en Vellore.
Fui a ver a los líderes de la iglesia, describí a John, y les aseguré que a pesar de las obvias deformidades, él había entrado en una fase inofensiva de la enfermedad ya detenida y no pondría en peligro a la congregación. Ellos estuvieron de acuerdo en que podía visitarlos. -¿Puede tomar la comunión? -les pregunté, sabiendo que usaban una copa común. Se miraron unos a otros, lo pensaron por un momento, y estuvieron de acuerdo en que él también podía tomar la comunión.
Poco después llevé a John a la iglesia, que se reunía en un edificio corriente de ladrillos enjalbegados con techo de hierro corrugado. Fué un momento de tensión para él. Aquellos de nosotros que observábamos desde afuera, a duras penas podíamos imaginar el trauma y la paranoia que hay dentro de un paciente de lepra que intenta por primera vez entrar en ese contexto.
Me quedé con él de pie en la parte de atrás de la iglesia. Su rostro paralizado no reflejaba emoción, pero un temblor revelaba su tormenta interior. Yo oraba en silencio para que ningún miembro de la iglesia dejara ver el menor signo de rechazo.
Al entrar, durante el primer himno, un hombre indio sentado hacia en fondo de la iglesia se volteó y nos miró. Debemos haber sido una pareja muy rara: un blanco, de pie, junto a un paciente de lepra con parches en su piel en desorden extravagante. Contuve el aliento.
Entonces sucedió. El hombre bajó su himnario, sonrió ampliamente y dio palmaditas en la silla junto a él, invitando a John a reunírsele. John no pudo haber quedado más estupefacto. Vacilante, dio medios pasitos hacia la fila y tomó asiento. Yo elevé una oración de agradecimiento.
Ese preciso incidente resultó ser el momento crucial de la vida de John. Años más tarde estuve en Vellore y visité una fábrica que había sido preparada para emplear minusválidos. El administrador quiso mostrarme una maquinaria que producía diminutos tornillos para repuestos de máquinas de escribir. Mientras atravesábamos la ruidosa planta, me gritó que me presentaría a un empleado estrella, un hombre que acababa de ganar el premio nacional de toda la India, que otorgaba la casa matriz al trabajo de mejor calidad con menos piezas deshechadas.
Al llegar a su puesto de trabajo, el empleado se volvió para recibirnos y pude ver la inconfundible cara torcida de John Karmegan. Se limpió la grasa de su mano mutilada y sonrió con la más fea, amable y radiante sonrisa que jamás haya visto. Me mostró un puñado de los diminutos tornillos de precisión que le habían valido el premio, para que los examinara.
Un simple gesto de aceptación puede no parecer mucho, pero para John Karmegan fue decisivo. Después de toda una vida de ser juzgado por su misma apariencia física, al fin lo acogieron basados en otra Apariencia. Acababa de ver una repetición de la propia reconciliación de Cristo. Su Espíritu había estimulado al Cuerpo en la tierra a adoptar un nuevo miembro, y al fin John había sabido que pertenecía a ese cuerpo que lo había adoptado.
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